viernes, 28 de diciembre de 2007

Cuento de Navidad


Érase una vez, un pequeño hombrecito de Meensel-Kiezegem llamado Edouard Louis Joseph. Había nacido en una familia normal, ni muy rica ni muy pobre, pero que dependía única y exclusivamente de su duro trabajo para salir a delante. Le gustaba salir con los amigos, holgazanear lo que podía y pasar buenos ratos junto a su compañera fiel, su bicicleta de paseo, sin marchas. Le gustaba tanto montar en ella, que se pasaba tardes y tardes muertas por ahí, ganando en sus primeras carreras a sus amigos, en las calles cercanas. Soñaba con ser un referente, el más grande, y decidió que debía trabajar para ello. Entrenó, entrenó y entrenó, y ganaba casi siempre, y cuando perdía, lloraba, lo pasaba mal. ¡Cúantas malas tardes y noches pasó recordando alguna derrota! Y decidió una cosa: como no le gustaba perder, haría todo lo posible para que en la carretera, en las carreras, fuera casi invencible. Desde muy pequeño, con 19 años, se convirtió en campeón del Mundo Amateur, era un referente en su país. Hablaban de un corredor muy fuerte que nunca quería perder, que luchaba todo. Se hacía su propia leyenda.


Y con esfuerzo, con tesón y con una calidad que sólo la Divina Providencia le había concedido a él, se convirtió en Eddy, en "el caníbal", en "el ogro de Tervueren", cualquier apelativo parecía quedarse corto al lado de su grandeza. Sus rivales, hartos de su dominio incontestable(ganaba casi 1 de cada 2 carreras) intentaban ponerse de acuerdo, acabar con él juntos. Pero no podían, Edouard tenía la capacidad para imponerse a los más difíciles retos. Desde su primera Milán-San Remo con 21 años y unos cuantos meses, hasta su primer Giro de Italia con aún no cumplidos los 23, se mostró como un joven talento, como la estrella rutilante que el ciclismo necesitaba tras la muerte de Fausto Coppi y los declives de "la generación de oro" de este deporte. Pero él no cayó en la pasividad y la inercia de la fama. Sabía que su éxito estaba basado en parte en su esfuerzo, y por lo tanto no sería lo mismo sin él. Se pasaba el invierno trabajando, corriendo, entrenando y alimentándose correctamente. Iba a los velódromos y allí también destacaba, con su habitual Patrick Sercu. Corría tras moto, en los 6 días, en lo que fuese. Sus Navidades eran justamente otro pasaje de su trabajo.


Con la profesionalidad por bandera, cuando fue cumpliendo años, y vió que su cuerpo ya no podía aguantar tanto trabajo en todos los frentes, se dedicó a cuidarse especialmente, sobretodo su espalda, maltrecha del accidente del velódromo de Blois que casi le deja paralítico. Muchas noches se levantaba y ajustaba al milímetro su bicicleta, se subía, probaba cómo le iba con su espalda. Entrenaba lo suficiente, lo que él veía que necesitaba para estar a tope en los muchos momentos en los que necesitaba su mejor forma para derrotar a unos rivales cada vez más sedientos de derrotarle. Llegaron momentos buenos, los dobletes Giro-Tour, las grandes etapas, las clásicas, bajo la nieve, el viento, la lluvia, rivales incansables intentando derrotarlo. Y llegaron también momentos malos, derrotas, corredores que ponían su capacidad al máximo de posibilidades, caídas y, por qué no, positivos puntuales. En una balanza, sin embargo, cualquier cosa se quedaba pequeña al lado de la calidad y la cantidad del trabajo logrado. Se había convertido por méritos propios en el más grande, en el nombre que todos al nombrarlo inculcaban respeto y los principios del esfuerzo y la grandeza. Aprovechó su momento, aprovechó su calidad con el trabajo y la profesionalidad de cualquier persona que depende de su obra para sobrevivir. Y llegó al Olimpo.


Unos años después, el año en el que Luis Ocaña y el tarangu daban al mundo la mejor etapa de la historia del Tour de Francia, nacía un querubín que respondía al nombre de Jan. Como buen ciudadano de la Alemania Democrática, su educación fue estricta como también lo fue su enseñanza deportiva. La necesidad de demostrar al mundo que con trabajo se podía conseguir de un país pequeño una superpotencia, hacía de las competiciones deportivas el lugar perfecto para medirse con los decadentes países capitalistas. Por lo tanto, la dinámica de entrenos y la estricta disciplina hacía de niños y adolescentes auténticas máquinas deportivas sin sentimientos. Largas concentraciones lejos de la familia, profesores agresivos, nulo tiempo de privacidad. En ese ambiente, Jan creció en el Dynamo de Berlín dentro de las Kinder und Jugendspartakiade. Destacó sobretodo en ciclismo y atletismo, por su capacidad cardiobascular. La madre, que había criado a sus hijos sola, tenía un filón, un hijo que podía ser un héroe. Y en esos finales años del muro de Berlín, así siguió, con un estático plan de entrenamientos duros y pertinaces. Pero el trabajo duro dio sus frutos. Con 19 años, como nuestro anterior protagonista, el chico ganaba en Oslo el campeonato del Mundo amateur.


Ese mismo año pasaba al Telekom como profesional, todo lo que un corredor tan joven alemán puede soñar. Crecía en el equipo, con corredores a su lado de la talla de Erik Zabel, del que se esperaba mucho en los rosas, Olaf Ludwig, Rolf Aldag o Udo Bolts. Con la llegada de Bjarne Riis, que había sido podio en 1995, se aseguraban un hombre para la general, y un Ullrich gregario debutaba en el Tour siguiente, para dejar boquiabiertos a todos. De él se sabía que era un gran contrarrelojista, había ganado a los superespecialistas teutones el año anterior en el campeonato nacional de contrarreloj, y que era un hombre capaz para casi cualquier terreno, pero que con 22 años y medio pudiera ser segundo en el Tour tras su compañero, haciendo unos pirineos prodigiosos sólo lo podían pensar sus fans más optimistas. Pero la Divina Providencia le había dado el don del talento. De ser una central nuclear, incapaz de atacar como los escaladores pero que machacaba con sus cambios de ritmo. Los mismos que utilizó para ganar el Tour de 1997 con una claridad meridiana que asombraba al mundo ciclista. Otro prodigio, otro corredor joven con todo que ganar, al más puro estilo francés de los 80, 23 años.


Pero a Jan no le gustaba el ciclismo. Lo hacía porque era lo que mejor se le daba, pero no tenía ninguna vocación por él. Por eso, llegaban los inviernos y en vez de apurar las comidas, de no descuidar su cuerpo ni su forma, no sólo engordaba varios kilos de más, sino que era asiduo a fiestas nocturnas, propias de su edad, pero impropias de un deportista de élite, y menos en un deporte como el ciclismo. La falta de personalidad en carrera, que le hacía apático en ocasiones le dejaba K.O. en el Tour que podría haber sido de la confirmación. Bajo la lluvia no fue capaz ni de utilizar a su equipo ni de sobreponerse, acabando con una pájara legendaria por no comer en el descenso. Y a partir de ahí, los problemas, y la colección de puestos de honor. Todos eran conscientes de que era el corredor con más clase del pelotón, pero no lograba sobreponerse a la presión, ni a su falta de preparación invernal. Las Navidades eran días de comidas exageradas y ningún hábito de entreno. Para una persona que no disfruta sobre la bicicleta, es difícil estar en los momentos en los que lo que cuenta es la fuerza de voluntad. Su enorme capacidad se fue diluyendo en acciones equivocadas, propias de un niño malcriado más que de un veinteañero serio. El positivo por anfetaminas fue la gota que colmó el vaso.


Además, su alter ego personal, el hombre que había vencido a la muerte, le ganaba en la carrera gracias a su mentalidad, a su poder de concentración y su profesionalidad. Lo que le habían inculcado a Jan de pequeño, que con trabajo se conseguía casi todo, se lo demostraba un representante de esos decadentes países capitalistas. Mientras él, que despreciaba todo lo que había vivido de juventud, tiraba sus enormes posibilidades en un cúmulo de grasas, fiestas, azúcares y debilidad. Y el final no podía estar lejos. Fue la Operación Puerto, como podía haber sido cualquier otra cosa. En este caso, las sombras llenan a un tipo vació, un juguete roto que pudo ser y no fue. Porque, y aunque tenga casi mejor palmarés que cualquier otro ciclista de su generación, ni eso lo es todo, ni es una ínfima parte de lo que podría haber conseguido, simplemente con un poco de esfuerzo, con unas Navidades controladas y con sentido de la profesionalidad. Y colorín colorado, este cuento, se ha acabado. La moraleja de esta historia es que en el ciclismo, como en todo, el trabajo al final es importante y determinante. Se puede ser un elegido y conseguirlo todo y se puede serlo y no conseguir más que oscuridad y condescendencia. Pero hay algo que pasa de un lado al otro, el trabajo duro, la profesionalidad.

Deseando que os haya gustado, no me falta más que desearos una Feliz Navidad y un próspero año nuevo!