martes, 21 de agosto de 2007

Cuando la tragedia está en la siguiente curva


El ciclismo es un deporte, aunque ahora parezca justamente lo contrario, noble, duro y valiente. Una actividad física terrible unida a un peligro constante, que muchas veces es minimizado por el amarillismo interesado de periodistas y escritores, que se toman las caídas y los golpes de una manera más cercana a las actuales y famosas series televisivas de médicos que a los "gajes del oficio" propios del ciclismo. Tristemente, todo hay que decirlo, ese plus de peligrosidad que antes era admirado hoy en día no es más que un motivo más para hacer sangre de este deporte, siempre que se produce un percance, un enganchón o una montonera. Siempre buscando restos rojos, siempre colocando el zoom en las heridas como si fuéramos los espectadores los que tuviéramos que curarlas o diagnosticar lo que pueden causar esos hematomas. Como casi todo en el ciclismo, la actualidad está tomando otra característica de él y la está haciendo grotesca, comercial y amarilla, sólo para vendernos las desgracias, vendernos el morbo y la basura.


Como he dicho en muchas ocasiones, este blog no está destinado a hablar de la actualidad, y no lo va a hacer más que de pasada. Porque honrar este deporte está totalmente enfrentado al ciclismo en la actualidad. Antes, el peligro, la dificultad y las caídas, eran un aspecto importante, la valentía de los ciclistas era admirada, era vista como un punto positivo más a añadir a la larga lista de características de los esforzados de la ruta. Carreteras en mal estado, lluvia, bicicletas menos controladas, y controlables, bajadas peligrosas, desniveles altos, gravilla y barrancos, el pan de cada día.


Kenbeo kenmaro, "vida o muerte", rezaba el anillo de Jean Robic, todo un ganador del Tour de Francia, curtido en muchas caídas, y que protegía su cabeza con una chichonera. El corredor, al que algunos apodaban "trompe la mort"(el que engaña a la muerte), era considerado un bicho raro en el pelotón, un bretón correoso y peleón que sabía lo que era labrarse el futuro en la carretera a base de tesón, y valentía. Como casi todos los de su época, como casi todos los que han circulado en bicicleta. Siempre existe un peligro, siempre existe una posibilidad fatal, en cualquier circunstancia puede ocurrir lo inesperado, y el ciclista siempre suele ser una marioneta de trapo en manos de la divina providencia, de la suerte, de la casualidad. Muchos corredores no pueden contar sus experiencias, y nos han sobrecogido con sus problemas, con sus desgracias. Aquello tan manido del "los ciclistas están hechos de una pasta especial" no sirve para todos. A Francisco Cepeda no le valió para escapar de la muerte en el Galibier, ni a Fabio Cassartelli en el Aspet. Las circunstancias, un descuido, un problema mecánico, y todo cambia, deportivamente y más allá, en la vida.


Las caídas, ese factor al que muchas veces no nos referimos, existe, está entre los corredores en una competición, con una importancia pequeña en caso de no producirse pero de una manera extrema en caso de hacerlo. Para Roger Riviere significaron estar postrado en una silla de ruedas desde los 24 años de edad, truncando algo más que una carrera que apuntaba muy alto, sino su propia vida. Para otros, no son más que un agravio deportivo, como para Luis Ocaña en Menté, que le hizo perder un Tour, o para Joseba Beloki. Algunos, incluso, no incidirán en las caídas más que para contárselas ya ancianos a sus nietos en días calurosos de verano, Tour de Francia en la Televisión. Esos son los más, el gran pelotón, que han tenido algún problema en forma de caídas pero que no acabaron en una tragedia. La línea que las separa es muy delgada, y muy frágil. Si Anquetil hubiera tenido un pequeño golpe de mal fario en la bajada bajo la niebla del Envalira en 1964 a lo mejor lo tomaríamos como una desgracia, y no como una heroicidad. Y si Wim Van Est no hubiera tomado aquella curva del col d'Aubisque recta, quizá ahora fuera tan sólo un nombre en un palmarés anciano.


Esa es la grandeza de la providencia en el ciclismo, ahí reside la valentía, la fuerza y la grandeza de muchos aspectos del ciclismo. Wim Van Est sería un rodador más dentro de la prolífica historia orange. Y no sería el "hombre afortunado" que siempre fue. Nacido en 1923, comenzó su carrera profesional con 23 años, demostrando pronto su capacidad en el llano, sobretodo tras moto, así como una interesante punta de velocidad en sprints reducidos. Era un luchador, un corredor valiente y en crecimiento, que llegaría a ser 8º en un Tour, pero que nunca pasaría la montaña en condiciones y que debía conseguir en el llano toda la renta que pudiese. En 1951 no había renta que sacar, simplemente era un ciclista que siempre daba guerra en el llano, que trabajaba incansablemente y que tenía libertad en la selección holandesa. Ese Tour, llamado a la historia por Hugo Koblet, el pedaleur de charme, tenía preparado para él también su gramito de fama, de tragedia y de éxito. Éste último le llegó primero, consiguiendo el mayor hito en su carrera: etapa del Tour de Francia, venciendo en el sprint de un grupo de 10 corredores a Louis Caput, que le intentó cerrrar. El espíritu de pistard de Wim se impuso, y con una buena acción pudo conseguir el hueco necesario para vencer.


"Esta noche disfrutaremos de una bonita fiesta" decía Van Est en el hotel de su selección. Además de la etapa, el premio era doble, ya que tras sacar 18 minutos al pelotón, se ponía líder de la prueba, a la espera del primer contacto con los pirineos, en una etapa de 201 kilómetros que tenía tan sólo la dificultad del Aubisque. Esa noche, la fiesta no fue muy grande, ya que había que descansar para intentar aguantar el preciado maillot que acababa de lograr. Al día siguiente, bien descansado y con mucha ilusión, se vistió de amarillo, se subió a la bicicleta y comenzó la etapa con muchas ganas de conseguir quedarse con la bonita prenda que ostentaba. En las estribaciones del Aubisque se escapa un grupo poco peligroso, que acabará jugándose la victoria en el sprint de Tarbes, siendo descalificado el ganador, Raphaël Geminiani por ser empujado por uno de sus compañeros de equipo, siendo Serafino Biagioni el ganador final de la etapa. Ese movimiento de ciclistas no descenstra al líder, que comienza el puerto con el grupo de favoritos. Sin embargo, éstos no quieren que sea ésta una etapa de paseo, y comienzan las hostilidades en el puerto, a cargo de los gallos como Coppi o Bartali, que ponen a prueba al hombre más fuerte, Koblet, y al mejor llaneador Stan Ockers. Van Est pierde la rueda de los gallos, y otras más de las que se queda irremediablemente.


Llega a la cima con más de 3 minutos perdidos, y con una rueda pinchada que debe cambiar arriba. Nada más reparar su bicicleta, se encuentra con Fiorenzo Magni, uno de los mejores bajadores del pelotón, que ha cimentado en esa característica, entre otras, la victoria en el Giro de Italia en 1948 y ese mismo año, no siendo ni mucho menos un escalador. Se pega a su rueda, pero olvida una de las máximas más meridianas del ciclismo: Quién sube mal y llega agotado a la cima, no baja en buenas condiciones. Magni, un super-especialista en subir agarrado de gregarios los puertos y de dosificar fuerzas, se lanza a por todas en el peligroso descenso. En una horquilla a la izquierda Van Est intenta trazar igual que el italiano, pierde el equilibrio y se cae. Sin heridas importantes recoge su bicicleta, aparentemente poco dañada e intenta seguir el ritmo del italiano, que ve ya demasiado lejos. Tan justo toma las curvas, que su rueda trasera sufre un pinchazo de la cantidad de gravilla y restos que hay en las cunetas, y en una curva cerrada sin quitamiedos, muy cerca de los españoles Fran Massip y Dalmacio Langarica, que llegaría a ser seleccionadr nacional, en vez de tomarla sale recto hacia el precipicio. Massip ahoga un grito tremendo.


"Fue visto y no visto. Llegó a la curva y siguió recto hacia el precipicio, pedaleando todavía en el vacío". Palabras de Dalmacio, que lo vio con horror desde unos pocos metros de distancia. El precipicio tenía más de 70 metros de altura, era una caída mortal de necesidad. Los coches que venían detrás se pararon para intentar buscarle, junto a los propios ciclistas españoles y otros que acaban de ver la tragedia. Además había caído en una oscura grieta. Todos se temían lo peor. "¡Van Est, Van Est!" le gritan a esa mahca amarilla. De repente, oyeron unos gemidos y lamentos en el fondo del agujero, se movía. Wim Van Est daba signos de estar vivo, y consciente. Como él explicaría más tarde: "Al sentirme en el vacío dí una patada a la bicicleta para alejarla, y así tener las manos libres para taparme la cabeza. En el momento de la caída tuve la suerte de que topé con unos cuantos árboles jóvenes que me frenaron un poco, y en el agujero donde caí (ver fotografía del principio) había arbustos y hierbas altas". Los masajistas de la selección, con ayuda de otros compañeros, hicieron una cuerda improvisada con tubulares, y le sacaron. Podía incluso mantenerse él sólo, intenta proseguir la carrera, pero no le dejan. Increíblemente, ha salvado una caída al vacío de más de 70 metros, sin más ayuda que la vegetación, y la suerte.


Por unos días, el protagonismo de Koblet, de sus luchas con Gem, con Lucien Lazarides o con Gino Bartali pasan a un segundo plano. El protagonista es Wim Van Est, que había sido el primer maillot amarillo holandés de la historia y que se convertía en la atracción de la prueba, con unos pocos rasguños, golpes y hematomas tras una caída horrorosa. La diosa Fortuna estaba de su parte. Siguió corriendo, venciendo en dos Vueltas a Holanda, y siendo campeón de su país en otras dos ocasiones. Se dedicó a ganar dinero incluso en publicidad, como en el mítico anuncio de relojes Pontiac. El eslógan decía "He caído a 70 metos de profundidad, mi corazón dejó de latir, pero mi Pontiac siguió funcionando". Se hizo muy popular, gracias a un lance peligroso y algunas veces mortal de su deporte, de un deporte que practicó desde bastante mayor, ya que no había aprendido a montar en bici hasta la adolescencia. El ciclismo tiene estas historias. A veces trágicas, a veces incluso divertidas. Una cosa no quita a la otra, y el peligro sigue siendo una realidad para los ciclistas, un lance posible, y que puede cambiar una vida, o segarla. Simplemente la providencia, un movimiento, o un segundo de duda, hacen cambiar el resultado.